Por: Abel Ureña
En la tierra donde el merengue se mezcla con el susurro de las palmas, la República Dominicana baila al ritmo de una música que no todos quieren escuchar. Es la danza macabra de la inseguridad, un baile que comenzó con pasos tímidos y en los últimos años se convertido en un frenesí descontrolado.
Los números, esos pequeños demonios que juegan a las escondidas, nos dicen que algo anda mal. Los homicidios, que habían conocido una tregua, resurgieron con un aumento en 2021. Este es el escenario de un drama que se desarrolla en las calles, en los hogares, en las miradas de quienes caminan con prisa al caer la noche.
Para el 2023, la tasa de victimización por delincuencia sube como la espuma del mar en tormenta, alcanzando el 24%. Pero, ¿qué son los números sino ecos de historias no contadas?
Las calles, esas arterias de concreto y asfalto, se han convertido en escenarios de un teatro de sombras. La gente murmura, los ojos se desvían, y el miedo se viste de cotidianidad.
Los homicidios, esas tragedias finales, aumentan y disminuyen como las mareas, pero cada cifra es un nombre, cada estadística es un adiós.
Se habla de esfuerzos gubernamentales, de planes y estrategias, pero las palabras se las lleva el viento cuando la noche cae y la incertidumbre se instala. La transparencia se ha vuelto un lujo, y algunos sospechan que los datos bailan al son que les tocan, ocultando la verdadera magnitud del problema.
Este artículo no busca ser un espejo que refleje la realidad, sino un cristal que la refracte, mostrando los colores ocultos de una sociedad que lucha, que resiste, que sueña con días mejores. Porque en el fondo, más allá de la oscuridad, hay una luz que persiste, la luz de un pueblo que merece danzar a un ritmo diferente, al son de la paz y la seguridad.